miércoles, noviembre 22, 2006
Ley antitabaco. Los humos del vecino
El cigarrillo es como el peronismo, tiene el poder de enfrentar a los argentinos, de dividirlos irremediablemente a uno y otro lado de una línea tajante. Aunque uno podría pensar que el umbral del tabaco tiene más sentido práctico, al menos existen los fumadores y los no fumadores de carne y hueso mientras, a esta altura, el peronismo es un montón de íconos sonrientes y nostálgicos. Como el traslado de los restos del General, la Ley Antitabaco (la Nº 1799) vino a encender viejas contiendas. Lo que estaba en el aire de pronto se materializó. El campo de juego no fue la quinta de San Vicente sino los bares y restaurantes porteños. Ahora tenemos a los talibanes de la pureza saltando de gratitud por un lado, y por otro a los fumadores proscriptos, sintiéndose discriminados (con los peligros que eso implica).
Porque prohibición de fumar hay en muchos lugares desde hace años. Para los empleados de IBM y de otras multinacionales, libres de humo por orden directa de sus casas matrices, la medida no causó gran sorpresa, están hechos a la idea, adquirieron la práctica de “salir” a fumar en patios y pasillos. La polémica fue su aplicación generalizada a lugares “públicos y privados de acceso al público”, junto a la decisión del Gobierno porteño de llevar adelante la medida hasta las últimas consecuencias.
Es obvio pero vale recordar que de un lado se parapetaron los antitabaquistas defensores de la salud, la gran mayoría de los no fumadores, algunos fumadores que vieron la oportunidad de recibir una ayuda grupal para dejar el vicio y el Gobierno. Del otro, y a cara de perro, la industria toda de la restauración porteña que vio amenazados sus ingresos, y los fumadores conformes con su adicción, dispuestos a morir unos años antes sin problemas de conciencia. En medio, el periodismo voraz a la caza de escenas patéticas de enfrentamientos, por ejemplo, entre una señora que quiere prender su Marlboro y el mozo que se ve obligado lo impedírselo.
El tema excedió la escaramuza gastronómica, que sin duda fue lo más visible. El verdadero núcleo de la polémica apuntó a cuestiones de principios, derechos y libertades. El cigarrillo es muy popular, pero podría haber sido el tema de sacarse los mocos o el de besarse en la boca en público. El humo pasó a segundo plano. La cuestión para algunos es si con la pancarta de preservar la salud la Ley no termina inmiscuyéndose en la vida privada. Alentar a los que no fuman y fomentar la imagen prestigiosa del aire puro es una actitud políticamente correcta de la que es relativamente fácil sacar provecho.
Vamos a lo jurídico en el marco gastronómico. La persona que fuma sabe que se autoflagela pero no deja el cigarrillo porque es un vicio o porque no quiere abandonar el placer que le da. La decisión de maltratarse es su derecho reconocido por la Constitución, complementado por el de hacer lo que las normas no prohíben (Art. 19). El tema es cuando el círculo del humo expandiéndose hacia la mesa vecina pisa el círculo invisible del derecho de otro (comensal en este caso) no fumador dispuesto a ejercer su derecho de comer sin humo, o más pomposamente llamado “derecho a la salud”. ¿Cómo compatibilizar en tiempo y espacio el ejercicio simultáneo de ambos? Para la Ley, el ejercicio de un derecho es abusivo cuando perjudica a los demás.
Previsiblemente, en la Legislatura el proyecto de Paula Bertol (PRO) no encontró trabas, para cualquier diputado es difícil oponerse a la corrección cívica del antitabaquismo. El Gobierno dijo que lo haría cumplir bajo la convicción de que ayudaría a mucha gente a dejar el cigarrillo. Y envió 250 inspectores a la calle.
La Ley es similar a la que ya corre en las ciudades de Córdoba y Rosario: prohíbe fumar en lugares de acceso público de menos de 100 m2, sin contar cocinas ni baños. Además, este espacio para fumar debe estar aislado, no ser una zona de paso y estar ventilado. El aluvión de reclamos de la industria no se hizo esperar. Uno de los más activos en los medios fue Luis María Peña, presidente de la Asociación de Hoteles, Restaurantes, Confiterías y Cafés de Buenos Aires (AHRCC), quien salió a denunciar que reformar un local como lo exige la normativa no baja de los 50 mil pesos, incluidos los equipos de extracción que es necesario instalar. “Más del 90% de nuestros asociados van a abrir como no fumadores –dijo-, y en el medio se van a ir muchos clientes". Vaticinó pérdidas de alrededor del 25%.
Los gastronómicos dicen que el 75% de sus clientes fuman mientras las estadísticas oficiales muestran que sólo el 40% de los argentinos son fumadores. Según la hoy diputada nacional Paula Bertol el cigarrillo mata a unas 40 mil personas por año, 6.000 son fumadores pasivos. La AHRCC pidió que se permitan establecimientos sólo para fumadores, y puso el caso de España. Pero desde el Gobierno le respondieron que de esa forma todos se convertirían en fumadores, lo cual apuntaló el argumento de que la medida tiene un impacto fuerte sobre los ingresos del sector.
Algunos aprovecharon para estrategias de contramarketing. En los shoppings Alto Palermo, Paseo Alcorta, Buenos Aires Design, Patio Bullrich y Abasto anunciaron pronto van a instalar smoking points como los que existen en muchos aeropuertos del mundo. Carrefour y Norte prohíben fumar del otro lado de la línea de cajas. La cadena de cafeterías Aroma lanzó una campaña asociando la abstinencia con la vida natural que promocionan sus sandwichs.
Las multa para quienes no hagan respetar la prohibición van de los 500 a los 4.000 pesos, y entre 250 y 1.000 para los locales que no informen de su existencia. Si el cliente se niega a apagar el cigarillo, el dueño o encargado puede llamar a la Policía y ejercer así el derecho de admisión en su local. Los encargados Único Bar (en Honduras y Fitz Roy) y Kilkenny (en Marcelo T. de Alvear y Reconquista) presentaron reclamos en la Justicia para desligarse la responsabilidad de que nadie fume. "Nosotros no somos policías", le dijo el dueño del Kilkenny a la televisión.
Otros lugares se quejan de que las exigencias de la Ley son incompatibles con el tipo de actividad, o incluso con otras leyes vigentes. Por ejemplo el caso de los bingos, que no pueden hacer la separación porque habría gente que no llegaría a ver el bolillero. Además, en muchos casos las inspecciones de Bomberos impiden mantener lugares cerrados. Por otro lado, para un local gastronómico buena parte del valor agregado de su servicio está en la disposición del espacio, y el sólo hecho de dividirlo o compartimentarlo afecta esa ecuación.
Los primeros calorcitos de la primavera llegaron a tiempo para apaciguar un poco la presión que el bloque de la restauración había empezado a ejercer sobre la Ley Antitabaco. El primer traspié fuerte lo tuvo el bando del aire puro contra el Bingo de Caballito, a cuyos clientes el juez porteño Juan Cataldo permitió seguir fumando en tanto y en cuanto el Gobierno no reglamente como es debido la Ley. Justo cuando otros jueces empezaban a dar lugar a los reclamos el clima permitió sacar mesas a la vereda.
Entonces la polémica se mudó a la intemperie también, porque la colocación de mesas en la vereda requiere una autorización particular (por ocupación del espacio público), y un canon semestral que según la zona (Buenos Aires está dividida en tres) es de entre 36 pesos y 176 pesos por mesa. En un primer momento el Gobierno exigió su cumplimiento a rajatabla. Hasta que en la Legislatura porteña se presentaron varios proyectos que propician eximir a los bares y restaurantes del impuesto por colocar mesas y sillas en las veredas.
Además, algunos grupos de legisladores acusaron al Gobierno de ocuparse sólo de las prohibiciones y las multas, pasándose por alto una extensa campaña de concientización incluida en la Ley. Todo esto ocurrió ante el temor del costo político que podría ocasionar una ola de despidos masivos de trabajadores en el sector gastronómico, y ante la comprobación de que el impacto en los ingresos no eran cuentos de cocinero. Realmente una parte de la gente dejó de asistir a los locales.
A juzgar por el nivel de conflictividad, en empresas y oficinas la cosa fue más llevadera. Las propias compañías empezaron a evaluar las ventajas de liberarse del humo. Un estudio estadounidense, por ejemplo, indica que un fumador le cuesta al empleador entre 2.000 y 5.000 dólares al año por gastos de seguro y ausentismo. Empezó a haber conciencia de que proteger la salud es positivo para la imagen de una empresa. El simple hecho de cuidar de los empleados da idea de calidad.
Pronto la cuestión se concentró en el territorio gastronómico. En bares y restaurantes, y aún desde el “exilio”, los fumadores daban la pelea. La ciudad parecía atentar contra uno de sus íconos históricos. Para muchos el café sin cigarrillos no es verdadero café. Y ni hablar de la sobremesa. Fumar es percibido como una parte inseparable de la experiencia global de placer, la culminación del plato.
En medio de la controversia porteña una noticia vino a ponerle sal y pimienta. Y llegó desde afuera. Con bombos y platillos un holding alemán anunció la inminente inauguración (el 26 de marzo de 2007) de Smintair (Smoker International Airways, Líneas Aéreas para Fumadores), primera aerolínea cuya razón de ser es que permitirá fumar a bordo. Mientras en Buenos Aires se debate el futuro del cigarrillo en público, el empresario alemán Alexander Schoppmann —ideólogo de Smintair y ex agente de bolsa— pretende devolver al transporte aéreo el encanto de volar, con banquetes diseñados por chefs de renombre mundial. Y uno de sus caballos de batalla es, precisamente, el humo inundándolo todo.
Tal vez haya que subdividir a los fumadores en dos grupos, a su vez. Los adictos a la nicotina, y aquellos para quienes el tabaco es el imprescindible eslabón que cierra una buena comida. El problema es que ninguno pretende encerrarse en un corral que lo aísle del mundo de los sanos incontaminados. Aún cuando entre uno y otro no haya más que dos escasos metros.
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