sábado, junio 16, 2007

Revolución apícola (Miel: dorado tesoro)


Al principio y al final de su vida, el vino tiene dos aberturas de gran misterio. La primera en la unión de la copa con la boca, la sensual degustación en el paladar, que cuando los hombres queremos ponerle palabras terminamos acercándonos, irremediablemente, a la poesía. El otro abismo es el origen primigenio de ese sabor indescriptible, el terroir, las uvas y la transformación que los sucede, cosas casi esotéricas a las que el común de los bebedores estamos ajenos ¿Cómo lo que fue un racimo violáceo se convirtió en la maravillosa sustancia llena de cuerpo y color? Los legos sabemos o intuimos que en medio hubo un proceso –la fermentación- a cargo de microorganismos. No mucho más. Felizmente, el principio enológico ocurre más allá de nuestro conocimiento. La miel, esa otra sustancia universal y elemental, también tiene dos umbrales llenos de incógnitas. Uno, similar al del vino, la degustación, ese color oro atardecer, su viscosidad, su sabor floral más inclinado al eucalipto, por ejemplo, que al tilo. En el otro extremo, en el principio, la magia, la cosa inexplicable, no ya de la fermentación sino la llamada polinización, y ésta a cargo de unos bichos inquietos bastante más grandes que las levaduras.

Ambos, vino y miel vienen, en última instancia, de las flores y sus frutos. Ambas, uvas y abejas, se remontan a las culturas mediterráneas, las conocieron los griegos y egipcios, varios miles de años Antes de Cristo, y deben su éxito a una extraordinaria capacidad de auto selección ambiental. Son sobrevivientes, han sabido dar sus servicios a los hombres. Lo que al vino es la mirada del enólogo, centrada en las uvas, en la miel es la del entomólogo –estudioso de los insectos-, abocado a las abejas. La silenciosa tarea que en el vino hacen el tiempo y las levaduras, en la miel toca a estos seres obsesivos, casi digitales, a rayas amarillas y negras. Lo que al vino es la cerveza, su competidor genérico, a la miel es el dulce de leche, frente a quien, en este país, la miel lleva las de perder. El doctor Enzo Rapitarda habla con verdadera pasión de ellas, las abejas, en el tono que podría usar en una película argentina un actor argentino, en el personaje de un tano recién bajado del barco. En el caso de Enzo el idioma italiano de base es original, del sur de la bota, donde nació y se crió. Estamos sentados a una mesa de café bajo los árboles de una plaza en el barrio de Belgrano, ciudad de Buenos Aires.

El hombre fuma y habla rápido, lleva una camisa a cuadros, es muy flaco, con las piernas cruzadas de esa forma femenina que saben llevar algunos hombres. “Es una lástima que los argentinos desconozcan el mundo de la miel –dice-, estarían orgullosos, porque somos el país que más miel exporta en el mundo”. El plural es en el original. A fuerza de sentimientos –enamorado de una argentina, Rapitarda se hizo criollo-. Las abejas nos pusieron en la primera posición de una tabla a nivel global y no nos damos cuenta. Una lástima. Enzo creció entre las flores de su padre floricultor, allá en Italia, hasta que tuvo edad para entrar en la facultad de “agraria” como él dice. Ya Doctor en Ciencias Agrarias, se especializó en entomología. “Entomo significa insecto”, cuenta, con una asombrosa voluntad pedagógica que felizmente mantendrá durante nuestra larga y muy amena charla.

Junto a Enzo en la mesa, con la mirada y la voz descansadas, está Lucrecia Leoni -¡qué hermoso nombre, Lucrecia-, médica veterinaria de la UBA (Universidad de Buenos Aires), especialista en enfermedades infecciosas. Dice que por la debacle nacional del 2001 y el consecuente renacer emprendedor del argentino medio, a sus tradicionales clases en la facultad decidió agregar un curso sobre apicultura, donde se armó un grupo interdisciplinario muy unido. “Así lo conocí a Enzo –dice Lucrecia-. Cada uno hizo sus aportes, y esa visión de distintos puntos abrió el interés tremendamente”. La pasión por las abejas y la apicultura, lógica en la medida que uno se mete en tema, hizo que la gente les pidiera hacer otro curso, y otro, y así están hoy.

La función polinizadora de la abeja es básica para muchas otras cosas más allá de la miel. Tiene un papel crítico en la agricultura y en la vida vegetal en general. Quien se lanza a esta apología es Enzo, con enorme entusiasmo. Entonces Lucrecia aclara, como si el castellano italianizado de su amigo fallara el objetivo de comunicar. “Porque actúan como vectores favoreciendo el entrecruzamiento de las plantas”. Y cómo les devolvemos los hombres el gran favor a los pobres bichos, con el más descarado hurto, como ya lo veremos.

Cada planta debe ser autopolinizada o polinizada por otros medios, que pueden ser el agua, los vientos o algún insecto. Si es esto último se llama polinización entomófila. “Hay otros insectos que tienen ese rol –aclara Enzo-, pero la abeja es el primero. ¿Por que? Porque la abeja no visita simplemente la flor para alimentarse, como lo hacen otros insectos”. De la relación flor-abeja, que es reciproca, el insecto obtiene dos sustancias, una que es succionada, la parte fundamental, el néctar; y otra, el polen, que se adhiere a sus patas y otras partes del cuerpo. El néctar lo acumula en el buche melario. “Una bolsita que tienen acá”, explica con gracia Enzo, mientras deja el cigarrillo en el cenicero y se toca vagamente el cuello. Cada visita a las flores termina con la vuelta a la colmena, donde la abeja hace entrega a sus colegas de este botín del buche, que después de una transformación bioquímica natural, ocurrida por el paso de un buche a otro, será la futura miel. La otra entrega es el polen. “¿Por qué el néctar? ¿por qué el polen?”, se pregunta Enzo. “Porque el néctar es la parte energética y el polen la parte proteica del alimento. Con eso más el agua la abeja está en condiciones de subsistir”.

Al contrario del vino, la miel no es buen ambiente para la proliferación de la vida, más que nada por su alta concentración de azúcar, que mata las bacterias, algo que técnicamente se llama lisis osmótica. Las levaduras aerotransportadas, por ejemplo, no prosperan en la miel, por falta de humedad (entre 14 y 18%). “Otra ventaja de la miel es que es un alimento predigerido –acota Enzo-, sus azúcares tienen una estructura química diferente, que la hacen apta para diabéticos”. En su apasionada defensa, el hombre evita mencionar los puntos oscuros poco saludables del producto. Según otra fuente (la enciclopedia Wikipedia), hay algunos momentos y lugares en los que la miel de abejas es tóxica; especialmente las azaleas producen un néctar altamente venenoso para los humanos, aunque inofensivo para las abejas. De todas formas, es difícil de encontrar, porque la forma de la azalea complica el acceso al néctar de las abejas, que casi siempre encuentran flores más atractivas.

La abeja es un insecto social muy comunitario; una sociedad compleja y a la vez muy disciplinada. Con instinto periodístico y gran destreza en la dinámica noticiosa, Enzo tira títulos polémicos para captar atención. “Toda colmena es una ciudad matriarcal –dice, de pronto-, ahí la hembra manda todo”. Los actores del drama de la miel son básicamente tres: la reina, los zánganos y las obreras. La organización es perfecta. En los dos primeros recae la función reproductiva; ellos, inútiles para otra cosa, nacen y mueren en función de la cópula con ella, cuyo tamaño es varias veces mayor que el de las obreras, todas ellas estériles. Éstas, a su vez, atraviesan un proceso cognitivo. Primero son nodrizas de otras abejas, después pasan a construir celdas, luego a producir cera, más tarde defienden la colmena y por último salen, se convierten en exploradoras. Otro índice de la inteligencia que pueden lograr es una danza que las exploradoras realizan frente a las demás, para indicarles la ubicación de un lugar con muchas flores. Es un baile comunicativo cuya observación impresionó a los primeros lingüistas y semiólogos, entre ellos al francés Émile Benveniste, que escribió un ensayo ya mítico al respecto.

Esta meticulosa organización ¿a beneficio de quién? “De toda la sociedad -afirma Enzo-, a favor del organismo en su conjunto. Para que te des una idea, una colmena normal tiene entre 35 y 45 mil abejas”. Tal cantidad de individuos necesita coordinación, siempre en función de la sociedad, la reina decide si crear zánganos u obreras, para mantener el equilibrio demográfico. “Una clave en esto es el alimento –dice Enzo-. Durante los primeros 3 días todas son alimentadas con jalea real, sustancia particular, más ácida que la miel, pero luego la única que sigue con la jalea es la reina, dedicada exclusivamente a poner huevos. De ahí su tamaño”.

Por sí solas las abejas pueden construir su nido, con las celdas de forma hexagonal que le son características y que tanto admiran los arquitectos por su funcionalidad y aprovechamiento del espacio. Pero la parte exterior del refugio queda más allá de sus capacidades, por eso en estado natural la colonia se instala en el interior de árboles huecos o bajo algo que les sirva de techo. Acá entra en juego esa idea humana que llamamos colmena. “Antes el hombre rompía el árbol para sacar la miel, hasta que estudió el comportamiento del panal y se dio cuenta que podía construir un buen hábitat externo para las abejas, con ciertas transformaciones, obviamente –aclara Enzo- pensadas para su beneficio”. La colmena y el panal modernos son un dispositivo diseñado para facilitarle al hombre la extracción funcional de la miel. Somos los bandidos número uno de la naturaleza.

Pueblo trabajador

Samuel Seldes y su mujer Rosalía todavía atienden personalmente El Panal, histórico almacén porteño dedicado a la venta de elementos apícolas. “Hace 81 años que estamos acá”, cuenta Samuel mientras camina trabajosamente, entre centrifugadoras de miel y tanques decantadores de cinc, hacia la oficina ubicada en el fondo del local sobre la calle Humahuaca al 4000. Son 85 años en el tema. Su padre fundó el negocio en una finca que ocupaba gran parte de la manzana. Él trabajó desde los 7, junto a sus tres hermanos, hasta que se asoció con Rosalía. La pareja tiene, además, una fábrica en Lobos, donde hacen equipos, trajes especiales para apicultor, mamelucos, guantes y fundamentalmente cuadros. “El cuadro es un marco de madera que usa el hombre para armarle un panal a las abejas –explica Samuel-. Ahí dentro se pone una hoja de cera estampada, cera virgen, que ellas usan para armar las celdas donde después ponen la miel”. Esos cuadros se ponen como “cassettes” adentro de la colmena. “Cuando las celdas están llenas –sigue Seldes-, y la miel está apta para el consumo, las abejas las tapan con cera. Eso se llama opérculo, bueno, nosotros también vendemos unos cuchillos especiales para sacar el opérculo”. El cuadro permite extraer la miel sin romper la colmena, y evita el largo tiempo que llevaría su reconstrucción por parte de las abejas.

En su diseño perfecto, las celdas hexagonales están un poco inclinadas hacia abajo, para que cuando la miel está verde –aún con mucha agua- no se derrame. “Existen unas celdas un poquito más grandes que las normales –explica fascinado Enzo-, para los zánganos. Usualmente, cuando la reina pone el huevo de una obrera, la celda pequeña comprime su abdomen y permite la salida de los espermatozoides, almacenados en una espermateca especial que tiene. Así se fecunda el óvulo que dará una obrera. El zángano, en cambio, es producto de un óvulo solo. Esta es otra cosa de la gran naturaleza de los insectos; se dice que el zángano es el hijo de mamá precisamente porque es el fruto exclusivo del óvulo femenino de la madre, no hay parte masculina que intervenga en su organismo, por eso su celda de nacimiento es más grande, para que no presione el abdomen de la reina. O sea que es un organismo haploide, diferente del diploide. Nosotros, humanos, somos diploides. El zángano es haploide porque es el fruto único de la mama”.

Cada año, la colmena tiene un ciclo poblacional que se adapta al volumen de alimento disponible. Crece en primavera, para aprovechar con sus obreras la energía de la floración, y se reduce en otoño, hasta que en invierno queda en “stand by”, sin trabajar, subsistiendo con la miel que almacenó. A veces, en su voluntad de aprovechar la floración primaveral, se excede, crece demasiado, entonces se produce el enjambre, ese remolino de abejas que vuelan, que es una reproducción natural de la colonia. “Como toda sociedad, las colonias atraviesas situaciones históricas difíciles –dice Enzo-. Por ejemplo cuando se debilita por motivos sanitarios o por problemas de reserva de alimento, y puede ser atacada por otra colonia más fuerte. Esto es lo que llamamos pillaje. La colonia fuerte se transforma en una banda pirata, que le roba a la débil”. El imperialismo apícola.

Hay otro tipo de control poblacional, que es más bien una intervención sobre la fertilidad del grupo, a cargo del hombre, que busca siempre maximizar la producción de miel. Arriba de la colmena inicial –llamada “de cría”-, el apicultor agrega otra separada por una rejilla excluidora por la que pueden pasar las obreras, más pequeñas, pero no la reina, de tal forma que esas celdas superiores no se usen para crianza sino sólo para elaborar miel. “Esa de arriba se llama melífera”, explica Lucrecia. En un año normal cada colmena produce entre 35 y 45 kilogramos de miel, pero si es un lugar de mucha flor lo producción puede llegar a los 80 kilogramos anuales. La “vendimia” de los apicultores es en diciembre. “Los argentinos somos malos consumiendo miel –opina Samuel-. A penas el 5% de lo que producimos, el resto se exporta, unos 100 millones de kilos al año. El problema del apicultor es que no pone un peso en publicidad, deberíamos tener una Cámara que nos defienda, pero eso es muy difícil, somos individualistas… aunque hay grandes eh!, ojo! Algunos tienen 5 mil y hasta 50 mil colmenas”. A los apicultores parece faltarles el espíritu de grupo de sus abejas.

Revolución apícola

La apicultura criolla nació a la sombra de la ganadería, icono y timón de la economía nacional. Desde siempre fue una actividad complementaria de las vacas. Pero de creerle a Enzo, en Argentina llegó el momento tomarse las cosas de la miel con otra actitud. “Tenemos una optima calidad del producto –dice-, la miel argentina tiene que aprovechar la extensión de territorio y sobre todo la enorme variedad de flora”. Samuel coincide, auque en el horizonte ve un peligro. “A la abeja no le gusta la soja, tal vez sea cierto que es una entrada de dólares para el país, pero una y otra son incompatibles”. Enzo no ve tal problema, y para hablar de lo que es necesario hacer de cara al futuro toma como referencia al vino y la industria vitivinícola. Como buen mediterráneo, el vino le apasiona. “Vos sabés, yo puedo hacer vino blanco de uvas tintas ¿no? Simplemente le saco la cáscara y hago la vinificación, en cambio, si mantengo la cáscara y dejo los taninos, me vine vino tinto. La miel lo mismo. Cada especie de flor que visita la abeja tiene su néctar, y cada néctar su color. La variación cromática se la dan los antocianinos, que influyen en todas sus características organolépticas. Imaginate una miel que deriva del eucaliptos respecto de una que viene del naranjo, una flor es clarita y muy perfumada, la más obscura y fuerte. O la flor de castaña, tan marrón. Así nacen las caracterizaciones de las mieles”.

Esa diversidad debería, según Enzo, proyectarse sobre el mercado. “Argentina no tiene que vender tambores de miles de kilos, sino miel Argentina. La tenemos que tipificar, como al vino con la Denominación de Origen, por ejemplo, miel de Cuyo, de la Pampa, de la Patagonia. Es la única manera de conquistar mercado. Ahora el vino argentino tiene buena posición en concursos internacionales, ellos –por los bodegueros- lo están logrando, la misma cosa tendría que hacer la miel”. Países como España, Italia, Alemania, Rusia y Estados Unidos organizan certámenes de degustación orientados a tipificar el producto y estimular su diferenciación entre los consumidores. “El italiano que viene acá y compra miel a granel ¿sabés lo que hace? –pregunta Enzo, mientras se lamenta y hecha el humo de su cigarrillo por la nariz-, lo mismo que antes con el vino, la fracciona, la corta y le pone su etiqueta”. Lucrecia interviene: “ahí está el valor agregado”. Enzo sigue. Opina que la miel argentina tiene la misma potencialidad que su vino. “El apicultor tiene que aprovechar sus riquezas, saber ofrecer el producto, que la compra de dos tambores a granel incluya 100 frasquitos de miel tipificada. Hay que ir dejando los tambores, hay que exportar frasquitos. Los argentinos ignoran que los turrones de España y de Italia están hechos con miel argentina. Habría que decírselo”.

En el apasionado discurso de Enzo la idiosincrasia del país se mezcla con las inexorables leyes de solidaridad que rigen a las abejas, como si en el fondo hubiera un factor genético que los argentinos debiéramos aún encontrar, para finalmente salir adelante y mostrarle al mundo de lo que somos capaces. La carta de presentación que él imagina tiene al vino y la miel como figuras claves. En medio de esa verborragia optimista e italianizada, el hombre se hace un tiempo para mencionar otras insospechadas aplicaciones de la apicultura. Después de casi una hora, uno está en gran parte convencido del éxito de la patria apícola, mientras desde su tercer silla, Lucrecia observa con una mueca que mezcla admiración y cierta distancia irónica. Acomodado una vez más, prendido un nuevo cigarrillo, Enzo cuenta que en la Comisión Nacional de Energía Atómica, donde trabaja, se dedica a las aplicaciones nucleares de las abejas. “Hay algo que se llama biomonitoreo ambiental –dice-. Si yo quiero saber si un lugar está contaminado con energía radioactiva, uso la abeja. A través de la miel, ella me da información del tipo de plantas que hay”. El estudio del polen y las esporas en la miel se llama melisopalinología. “De ahí puedo determinar la presencia de agroquímicos en el ambiente… es un insecto complejo –concluye Enzo-. Es cierto que existen otros monitores ambientales de origen natural, como los líquenes o los claveles del aire, pero la abeja no es estática, se mueve y llega donde el hombre no puede. Se usó mucho en Chernobil”. En la estrategia global de Enzo, además se ser un endulzante de tostadas más sano que el dulce de leche, la miel y sus artífices las abejas conforman un complejo tecnológico productivo capaz de transformar el devenir –hasta ahora fallido- de toda una nación. Lo único que él pide, es que prestemos un poco de atención a ese llamado, antes de que sea demasiado tarde.

Por Nicolás Falcioni

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