A Lidaura Chapitel
No toda es tragedia la de los Andes
alguien habrá gozado la polución de este miembro fractal
polvo erecto al fragor eruptivo del cielo de abril,
antojo enterrado cuarenta y tres años
y revelado a los fotógrafos por los rayos del estampido estático.
En Chapelco oímos los opacos retumbes de la montaña,
emisaria lenguaraz del mundo,
como puertas cerrándose a lo lejos.
La precipitación silenciosa de los copos rocosos,
esa nieve tibia y caprichosa,
mandó un toque de queda cromático. De pronto
la única música ambiente,
como un jazz monótono y rabioso,
fue esta dictadura de los grises
empeñada en demorar el amanecer y en acustizarlo todo
(salvo el crujido del talco bajo los pies).
Hasta los pechos más bravos del pueblo
se extendió un pavor infantil. Tal vez había desertado el día
y esta vez para no volver.
Aquella decoración fantasmal y eternáutica
facilitó la comunión, una solidaridad densa,
anclada en esta guerra sin enemigos
y en un primitivo sentimiento de pertenencia a la especie.
No supimos qué agradecer ni lo tomamos
por represalia,
sólo creímos, si no más justo, más útil,
un derrape de la nube al occidente y un derrame final
que afirmara la cuenca del Pacífico Sur.
Pero la cordillera fue poste caído
y la pluma atroz arrastró la falsa noche hacia el norte
con el magnetismo atmosférico del desastre.
Duele la inconsulta, la imprevisión, la evidente inmediatez
de la frontera de nuestra técnica. Fue un desencanto vulcanológico.
Admitir la ceguera de los satélites. La impotencia de los geólogos.
Esta pequeñez relativa.
Sopleteado por las dentritas del backhaul subterráneo
corrió el fuego como una miel dulce e inocente
hacia el estornudo descomunal,
pero al dar a luz se volvió una sombra mineral
que terminó por desplomarse amarga y exhausta
en el espinazo de Patagonia. Una lluvia áspera
de minúsculos martillos inalámbricos,
sin ríos por donde escurrirse.