viernes, junio 22, 2007

Marta Minujin: La moda la hago yo


La gran Marta Minujín dice que le gustan el bife con ensalada y el licuado de leche con palta y azúcar. Sus bebidas preferidas son la Ginger Ale, la cerveza Liberty y la Fanta naranja. Además, habla de la mujer gigante que aún no pudo terminar, de su pasión por la Patagonia y del día que conoció a Andy Warhol.


Minujín es apellido de origen ruso, como lo fue el abuelo paterno de Marta. Su padre era médico y su madre, de la familia española Fernández Vidal, poeta y ama de casa. Hablar con ella no es fácil, tiene un ritmo frenético, va con su voz aguda y acelerada de un tema a otro saltando con chasquidos como una pelota de ping pong, no termina de decir una palabra cuando la siguiente está pisándole los talones. La verborragia de Minujín es una seguidilla de saltos en cascada.

Estamos en la casa donde nació en 1943, literalmente su madre la tuvo en uno de los cuartos de arriba. Era la fábrica de ropa de trabajo de su abuelo. Dicho sea de paso, está vestida con un overol blanco y unos anteojos negros que no se saca aún estando adentro. Este lugar es ahora su atelier. “Mi padre le fue comprando la propiedad a sus hermanos y yo la terminé de adquirir”, dice.

Es una casa enorme en el barrio de San Telmo, con un patio interno de baldosas, a cielo abierto, rodeado por un balcón al que dan las puertas y ventanas de los cuartos superiores. En el patio hay un Citroen 3CV “rebocado” con miles de pequeños vidrios de colores. El vehículo está cortado a la mitad con una sierra y abandonado a su suerte. “Lo tuve que cortar para entrarlo”, explica Marta. Es evidente que tiene ahí bastante tiempo ¿La virtual descomposición es parte de la obra de arte? “Si, si, lógico”, dice ella.

Este es sólo el lugar de trabajo, ella en realidad vive en Recoleta, cerca de la plaza Vicente López. Se levanta a las 8 de la mañana y desayuna café de filtro con Coffe Mate Light. Lee los diarios y después hace ejercicio. Tres días por semana la pasa a buscar un personal trainer, y otros tres días hace pilates. Después de una ducha hace llamados a amigos, o sale a ver gente del barrio. “Hasta el mediodía –dice-, a eso de las 12 vengo para acá”.

A los 16 años se casó, en secreto y en la clandestinidad (sin la aprobación de sus padres), con el economista Juan Carlos Gómez Sabarini, quien a juzgar por el aspecto usual, de traje y corbata, es su perfecta antítesis. “Como yo no dependo de él, ni él depende de mí, no generamos esas relaciones simbióticas que suelen crear las parejas. Lo que queda, es amor”.

Dice que siempre fue rebelde. “Estaba en contra de todo, y una manera de revelarme fue pedir que me manden a un colegio de Bellas Artes. Era mixto y no tenía límites de edad, entonces convivían chicos con mayores”. Meses después del casamiento viajó a París, donde vivió 3 años. En 1964, de vuelta en Argentina ganó el codiciado premio Di Tella, y en el 66 la beca Guggenheim y decidió instalarse en Nueva York. Ahí vivió otros 9 años.

Fue la impulsora local de los happenings, las ambientaciones y las instalaciones gigantes en las que participa el público. Sus obras fueron siempre faraónicas y masivas, lo opuesto al objeto expuesto en un museo. Los títulos lo dicen todo: El “Obelisco acostado” (1978) en la Bienal de San Pablo; el “Obelisco de Pan Dulce” (1979); la “Torre de pan de Joyce” (1980); el “Carlos Gardel de Fuego” (1981); la “Venus de queso” (1981) y el “Partenón de libros” (1983) son algunos de los más conocidos.

Le pregunto si sabe o le gusta cocinar, y me dice que no tiene ni idea, toda su creatividad está puesta en otro lado. “Mi vida está dedicada al arte, lo único que me interesa es venir acá y trabajar. Ya no me interesa nada más, estar en paz y trabajar, y avanzar con mis proyectos grandes para el futuro”.

Estos días está contenta porque hace poco colgó en la ex fábrica Bagley (sobre la autopista de Capital a La Plata) las 2 piernas de una mujer gigante en la que viene trabajando hace años. Sobre este tema, siempre que pudo se quejó de la falta de financiación. La obra, o su proyecto, es una mujer empaquetada por objetos de consumo de la cintura para abajo y por mensajes intelectuales de la cintura para arriba. Hasta que colgó las piernas estaba abandonada en el Museo de Arte Moderno.

“La idea es que el primer día haya un happening –dijo en su momento la mujer-, y se le pregunte a la gente con computadoras: ¿Qué hombre y qué mujer, qué objeto y qué acontecimiento recuerda del siglo XX?; o si no, por ejemplo: ¿Si un artista fuera un país, qué país sería? ¿Si un museo fuera un plato de comida, qué plato sería? Eso se computa, sale un mensaje y se mete en una botella y se rellena la mujer con las botellas y simultáneamente en París unos amigos míos hacen una obra de arte con las respuestas de los argentinos. Después podés subir en ascensor y atravesar los anteojos. El pop es genial”.

Su comida preferida es el bife con ensalada y arroz con leche; además le gustan todos los lácteos, especialmente la panna cotta y el yogourt. “Y todos los días tomo un licuado de palta, leche y azúcar… no es algo tan raro eh! en Brasil es lo más común del mundo”. Dice que odia las comidas muy elaboradas o las pastas con salsas. Lo otro que le fascina es la trucha “del sur” a la parrilla. “Tengo un gusto muy austero”, dice. Marta no consume alcohol. “Ahora me gusta mucho la Ginger Ale, o tomo cerveza Liberty, o Fanta… si, si me gusta la Fanta… y la Ginger Ale claro que sigue existiendo!”.

Con la Patagonia tiene un enganche especial. Su padre fue algo así como un pionero en la zona de San Martín de los Andes. De esa aventura Marta heredó una hostería sobre la costa del lago Villarino, en la ruta de los 7 Lagos, que ahora tiene alquilada. “Amo ese lugar, me inspiró toda mi vida, ahora en verano voy un mes. Por ahí anduve a caballo mucho tiempo, una vez durante 3 meses seguidos, conozco a muchos pobladores, me encanta la gente de campo, hablar con ellos, de chica me fascinaban con sus cuentos, muchas noches dormí al lado del fogón. Siempre me conecto con esa gente que estaba en la tierra antes que lleguemos nosotros. Son gente que está en su propio mundo, no quieren hablar con nadie”.

En Buenos Aires le gusta la zona de Puerto Madero y Palermo, aunque con sus reservas. “Me gusta lo nuevo, lo que no me gusta tanto es Palermo Viejo y esa cosa con la moda, porque la moda la hago yo, todo lo que sigue la moda de otros países me aburre”.

Uno de los pasajes más extraños y frescos de las historias narradas por Minujín tiene que ver con el primer encuentro con Andy Warhol, a quien ella suele definir como su hermano artístico. La mitología del ambiente local dice que en 1985 ella le propuso a él pagarle la deuda externa argentina con choclo, considerado el oro latinoamericano. Para ello fue a su casa de la calle 34, llevó los choclos y se sacaron diez fotos. Ella agarraba el choclo, él subía, ella se lo ofrecía y él lo aceptaba. Así, simbólicamente, habría quedado saldada la deuda externa.

Así lo contó: “al llegar a New York él ya me conocía, porque yo había tirado unos pollos desde un helicóptero y había destruido mi obra en París y eso me había hecho famosa. Entonces llegué ahí y él mismo se presentó Hello Martha, I’m Andy Warhol. Fue en una inauguración en la galería de Leo Castelli donde yo expuse en el ‘65 el Batacazo, una muestra que fue famosísima porque la cerró la Sociedad Protectora de Animales y todo eso. Warhol vino a la inauguración, se presentó y enseguida nos hicimos amigos. A él le encantaba mi obra pero fundamentalmente le encantaba yo. Yo era mucho más chica. El tendría 38 años y yo 24. El decía que yo era súper pop y loquísima”.

Marta es relativamente consecuente entre lo que dice y hace. Siempre que puede predica que ella misma es una obra de arte. Es lo que llama “vivir en arte”. Aún así, en algunos momentos que son como fisuras de la credibilidad, aparecen extrañezas. Creyendo que tendría mucho para decir, le pregunto qué le parece el nuevo mundo de Internet y de la fotografía digital. “No me gusta –dice-, me aburre porque ya lo hice hace 30 años, seleccioné gente por computadora, encontré 30 mujeres parecidas a Marilyn Monroe y hombres parecidos a Frank Sinatra y después hice un happening en Montreal. Le tengo alergia a las computadoras, no podés perder tu tiempo levantando e-mails que no te interesan. Yo prefiero la foto polaroid, era maravilloso, lo digital no, porque no lo ves. La vida no está en un diskette”.

La política partidista argentina le parece algo antiguo. “El arte está muy por encima de todo eso, por eso prefiero no opinar, no me manejo en ese campo, para esta época se debería inventar una nueva manera de estar en el mundo”. Aún así, muchas de sus intervenciones artísticas tienen un trasfondo político. Eso no le genera contradicciones en sus flirteos con el mercado. De hecho uno de sus últimos trabajos fue el diseño de una serie de sombrillas para la marca de jabón para la ropa Skip de Unilerver. Ella decidió aplicar sus texturas y colores característicos tanto por adentro y como por afuera de la sombrilla. “El tema es reinvertarnos a nosotros mismos todo el tiempo –dice-, ser uno distinto cada vez. Ahora uno de mis próximos proyectos grandes es hacer una catedral para todas las religiones. Y eso no es fácil”.

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